miércoles, 4 de julio de 2007

el sexo segun Isabel Allende


El sexo, según Isabel Allende

Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el
kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile. Supongo
que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero
no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo. Mi
primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca
de plástico.-Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá
un bebé - me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito.
¡Un hijo! Era lo último que deseaba. Siguieron días terribles, me dio
fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó que los síntomas,
eran iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a confesar
la verdad. Estoy embarazada -admití hipando. Me ví cogida de un brazo
y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.
Así comenzó mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto
misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo
inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de
ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos
faunos en potencia durante todas sus vidas.
Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de
respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación
tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre
flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y
la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años me prepararon para la Primera Comunión.
Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la
iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de
recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.
En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento
de Galicia: -¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
-Sí, padre.
-¿A menudo, hija? -Todos los días...
-¡Todos los días!
¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor
virtud de una niña, debes prometer que no lo harás más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o
cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este
traumático episodio me sirvió para 'Eva Luna', treinta y tantos años
más tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando).
Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial en el seno de
una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos y casi
paleolítica en otros.
Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde
deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres patas.
Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los
miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le quedó
el gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto por un
taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito.
El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y amante
apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos -algo exagerados,
lo admito-para Jaime y Nicolás en 'La casa de los espíritus').
La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes,
crecían como una flora indomable,se reproducían ante nuestros ojos.
Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade, pero
creo que era un texto muy avanzado para mi edad el autor daba por
sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias
elementales.
El único hombre que había visto desnudo era mi tío , el fakir, sentado
en el patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese
pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de
colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia.
Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas,
que me puso en un colegio mixto.
Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con
las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al
fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad
de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que
recibían.
Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo.
Había algunas afortunadas que podían escribir:' Felipe, en el baño, con
lengua.'
Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me
trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que
un pollo.
En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de
fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo.
Lo más atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre
amamantando a un recién nacido.
De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es
que el meollo del asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían esa
cochinada?
La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la
menstruación lo era por las niñas.
La literatura me parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí
se pudiera ver algo erótico en esa época.
Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y
recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que
sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile
que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así nos pasábamos
todo el año escolar.
La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle.
Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan , un pelirrojo
a quien todas las niñas amábamos en secreto.
Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante aplastándome
contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más excitantes de
mi vida.
En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había
llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía
nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la
prehistoria?).
Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que
mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven
normal.
Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de
su pantalón y de mis costillas. Le di unos qolpecitos con las puntas de
los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño.
Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la
naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su
comportamiento es que tal vez no eran las llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un
colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el
sexo simplemente no existía, había sido suprimido del universo por la
flema británica y el celo de los predicadores.
Beirut era la perla del Medio Oriente.
En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había
sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de
Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro circulaban en las calles
junto a camellos y mulas.
Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían
pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante
milenios separó a los sexos.
La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de
cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la
oración desde el alminar.
El deseo, la lujuria, lo prohibido...
Las niñas no salían solas y los niños también debían cuidarse. Mi
padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para
que se defendieran de los pellizcos en la calle.
En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas
en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de 'El
amante de Lady Chaterley' y pocket-books sobre orgías de Calígula.
Mi padrastro tenía 'Las 'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario,
pero yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos
de esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro.
Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes de
piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes dotados
de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis
hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía
prácticamente encerrada.
Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo
cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba
para tomar Coca-Cola en la terraza.
Era tan rico, que tenía motoneta con chofer. Entre la vigilancia de mi
madre y la de su chofer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.
Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso era
una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la feminidad.
La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de
elástico, faldas infladas con vuelos almidonados.
Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado.
Los modelos eran Jane Manfield, Gina Lollobrigida, Sofia Loren. Qué
podía hacer una chica sin pechos? Ponerse rellenos.
Eran dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin
que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de
pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su
posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y
sumiendo a la usuaria en atroz humillación.
También se desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra
bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora.
En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil.
Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades
entre los sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de
Gamal Abder Nasser, y el gobierno cristiano.
El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio
desembarcó la VI Flota norteamericana.
De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y
ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero
era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.
Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis.
Experimenté la borrachera del pecado y del rockn'roll.
Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una
sola mano los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos
vueltas sobre sus cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de
la guitarra frenética de Elvis Presley.
Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a
cerveza y a Ketchup me duró dos años.
Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los
niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo.
A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que me
quedaría solterona, un joven me distinguió por allí abajo, sobre el
dibujo de la alfombra, y me sonrió.
Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté
hasta cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía
se hablaba de ella en susurros.
Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las
mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos la prueba de
amor' y nosotras debíamos resistir para llegar 'puras' al matrimonio,
aunque dudo que muchas lo lograran...
No sé exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos
esperábamos desde hacía varios años.
La ola de liberación de los sesenta recorrió América del Sur y llegó
hasta ese rincón al final del continente donde yo vivía.
Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles . Todas
imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una
blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad.
De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas
francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy , una
especie de hermafrodita famélico.
Para entonces a mí me habían salido pechugas, así es que de nuevo me
encontré al lado opuesto del estereotipo.
Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía.
Sólo se hablaba, yo nunca las vi.
Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin embargo yo cumplí 28 anos
sin imaginar cómo lo hacen.
Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos
el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos a desfilar, pero
como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a nuestras casas.
Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con harapos
y abalorios de la India.
Intenté fumar marihuana pero después de aspirar seis cigarros sin volar
ni un poco, comprendí que era un esfuerzo inútil.
Paz y amor.
Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque estaba
irremisiblemente casada.
Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo.
Durante una cena en casa de un renombrado político, alguien me felicitó
por un artículo de humor que había publicado y preguntó si no pensaba
escribir algo en serio.
Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar
a una mujer infiel.
Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia
la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho
años, delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me
llevó aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su
identidad, ella aceptaba ser entrevistada.
Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora.
Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de
almuerzo, porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia
estima y porque los hombres no estaban tan mal, después de todo.
Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles,
posiblemente el suyo entre ellos.
No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta
garçonière que compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella.
Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las
mujeres son tan infieles como los hombres, porque sino ¿con quién lo
hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el mismo
puñado de voluntarias.
Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la
entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante desesperado.
El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer.
A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos.
Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la mujer
fiel'. Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones .
Eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad.
Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas
norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos
habían criado.
Los hombres todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es
decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas.
Las parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron.
En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se
separa y se junta sin trámites burocráticos.
Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes
en mi trabajo.
Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista
y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer
en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo,
disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el trasero y una
esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir
viviendo bajo la dictadura del General Pinochet.
El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país
cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios.
En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para
resaltar lo que contienen.
Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de
belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música
secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto
las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas
copulando.
Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que lo
hacían.
Fui con mi madre a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó.
Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos,
porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier
revista que podían comprar en los kioskos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos
(mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas
inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños.
Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en
papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de
abrirlo.
No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el
colegio por estampas de futbolistas.
Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de
todo lo que me había perdido en la vida.
¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón!
¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo?
Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio.
Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy
peligrosas -como comprobamos más tarde en las radiografías de columna-
amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse
en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con
especialización en sexualidad humana.
Le advertí que era una imprudencia, que su vocación no sería bien
comprendida, no estábamos en Suecia.
Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran
casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella
aprendiera a cocinar pasta.
Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de
Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría
que era experta en esas cosas.
En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella
me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de
estudio.
Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y comprar
unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos.
Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas
me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para
mi hija.
Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes
pornográficos y el siciliano perdió la paciencia.
Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su
novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas.
Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las
combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas,
tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos , onanistas,
y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los
cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos.
Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas
infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisiacos , aprendí de
memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a
entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la
liberación sexual se fue al diablo.
En menos de un año todo cambió.
Mi hijo Nicolás¡ya se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza,
se quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano
vivir en pareja monogámica...
Paula abandonó la sexologí­a, porque parece que ya no era rentable, y en
cambio se propuso hacer una maestrí­a en educación cognoscitiva y
aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio.
Lo encontró³, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa
es otra historia.
Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí­ la mousse
de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.

Isabel Allende

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